viernes, 30 de mayo de 2014

Mi primer día en el dentista

Maldita sea la hora en la que el dentista acercó la lijadora cerca de la muela del juicio, con lo tranquila que estaba ella dormida y lo que disfrutaba yo comiendo. Ahora todo se ha acabado y la palabra “disfrutar” y “comer” se han divorciado. Solo un 45-50% de mi boca está operativa para poder masticar y el resto está incapacitada. En poco más de una semana me voy al País Vasco a ver a Sara con lo que esto resulta (entre muchas otras cosas, comer como un cerdo). Espero que para entonces mi boca este lista para dar guerra al ser esta mi primera visita a tierras celtas vascas, famosa por su gastronomía, su alcohol y sus gentes.

Mi episodio no pudo ser más cómico. Siempre he sido un niño con una boca muy sana, ni una sola caries (a excepción de aquella vez cuando era pequeño y aquel trozo de plátano que se me incrustó entre dos dientes y la pediatra alarmada pensó que era una caries). Sin embargo, al volver de Erasmus, mi madre se cree que he estado viviendo en condiciones insalubres y necesito una revisión médica con urgencia. Los análisis de sangre todavía no han llegado pero si las limpiezas vocales.

Mi primera visita al dentista comenzó en una sala de espera, las cuales odio. Cuanto más pequeñas son, más las odio pues si hay gente acompañándote en la sala, agrava la situación de incomodidad. En la sala, toda una familia aguardaba su llamada, los tres con su smartphone comentaban algún vídeo chorra de estos que le envían a tu madre por correo alguno de tus otros familiares (normalmente tu tía o tu prima). Hay veces que las semejanzas entre padre e hijo son alucinantes y esta vez era el caso. Padre e hijo llevaban el pelo en punta como si recién duchados se hubieran puesto gomina; ambos llevaban zapatillas altas de estas que estaban de moda hace años y ropa al estilo Aida. La clínica de aspecto muy futurista (los dentistas con seres del futuro) y cuando te dicen “la ultima puerta a la derecha” tu lo que haces es buscar una puerta. El problema con estos sitios tan minimalistas, es que a veces lo simple no se ve y si te ponen una puerta que actúa como pared al más estilo Indiana Jones y en busca del templo perdido, lo más probable es que si eres nuevo en ese templo, no la encuentres.

Me porté como un auténtico campeón (no es que lo dijera nadie, lo digo yo que fue el que sintió el trabajo) viendo como la chica me trabajaba la boca con esa lijadora dental y veía como las partículas de agua y hueso le saltaban en las gafas. Todo iba bien hasta que a solo dos o tres dientes de acabar la boca, la enfermera me pidió que juntara los dientes, no podía. Para mi sorpresa y para aún más la suya, mi mandíbula se había salido de su sitio. La enfermera aterrorizada llamó al doctor quien también un poco nervioso por la situación intentó hacer fuerza. Cuando empezó hacer fuerza se me vino solo una escena a la cabeza: la escena de Perdidos en la que Kate y Juliet con encadenadas juntas y durante una pelea entre ellas a Juliet se el disloca el brazo, entonces Juliet le pide a Kate que tire del brazo y esta empieza a llorar y le dice que no puede hacerlo, Kate le suplica que lo haga y le grita que lo haga. Vale, volvamos al dentista. Yo sin poder cerrar la boca y un doctor asustado por no ser capaz de arreglarme la mandíbula, yo le decía “Esto es como en las películas cuando a uno se le disloca el brazo y le pide al otro que le tire del brazo para ponerlo en su sitio no?” y el doctor medio asustado me dice “Sí, más o menos”. Empujó más y yo le llamó cabrón y entonces entró en el papel otra doctora y empujó de dos sitios a la vez y me colocó la mandíbula en su sitio. Todo acabó allí y yo quedé como un campeón.  

martes, 27 de mayo de 2014

Me gusta volar en avión

Me encanta viajar en avión. Normalmente tengo suerte con los pasajeros que se sientan junto a mí y me hablan como si me conocieran de toda la vida. Me gusta volar porque parece que te embarques en una operación de alto riesgo sobre asentamientos rebeldes iraníes. Cada pasajero lleva su historia y va pensando en su cabeza que a va hacer con aquello que busca en su futuro destino así como si fuera una nueva aventura. Me gusta volar porque puedo ver el paisaje o una ciudad desde lo alto poco antes de ascender por encima de las nubes y porque también me gusta el impulso de los motores al despegar, es como si te vas a la luna.

Hoy es mi segundo día en casa después de 9 fantásticos meses de Erasmus en Irlanda. Una chica australiana se sentó junto a mi y celebró conmigo el haber encontrado el bolígrafo para hacer crucigramas. Yo también feliz por ello, le enseñé mi libro de Salinger pero le expliqué por que iba a dormir y no leer durante el viaje. Después de intercambiar unas palabras y risas, dejó el bolígrafo junto a mi libro y sacó un antifaz para poder dormir, después me dio las buenas noches y antes de que el avión despegara ella ya estaba durmiendo. Poco después de que el avión hubiera despegado y diera su primer giro rumbo al sur, yo fui el siguiente en caer dormido.

Después de casi dos horas de sueño y a casi 10 minutos de aterrizar, la mujer australiana se dió dos bofetadas para despertarse. Intercambiamos unas pocas palabras y cuando llegamos al aeropuerto nos separamos con una breve despedida.

La gente viene y va y es algo que me gusta de los aeropuertos, nunca te encuentras a la misma gente (o casi nunca).