Maldita sea la hora en la que el
dentista acercó la lijadora cerca de la muela del juicio, con lo
tranquila que estaba ella dormida y lo que disfrutaba yo comiendo.
Ahora todo se ha acabado y la palabra “disfrutar” y “comer”
se han divorciado. Solo un 45-50% de mi boca está operativa para
poder masticar y el resto está incapacitada. En poco más de una
semana me voy al País Vasco a ver a Sara con lo que esto resulta
(entre muchas otras cosas, comer como un cerdo). Espero que para
entonces mi boca este lista para dar guerra al ser esta mi primera
visita a tierras celtas vascas, famosa por su gastronomía, su
alcohol y sus gentes.
Mi episodio no pudo ser más cómico.
Siempre he sido un niño con una boca muy sana, ni una sola caries (a
excepción de aquella vez cuando era pequeño y aquel trozo de
plátano que se me incrustó entre dos dientes y la pediatra alarmada
pensó que era una caries). Sin embargo, al volver de Erasmus, mi
madre se cree que he estado viviendo en condiciones insalubres y
necesito una revisión médica con urgencia. Los análisis de sangre
todavía no han llegado pero si las limpiezas vocales.
Mi primera visita al dentista comenzó
en una sala de espera, las cuales odio. Cuanto más pequeñas son,
más las odio pues si hay gente acompañándote en la sala, agrava la
situación de incomodidad. En la sala, toda una familia aguardaba su
llamada, los tres con su smartphone
comentaban algún vídeo chorra de estos que le envían a tu madre
por correo alguno de tus otros familiares (normalmente tu tía o tu
prima). Hay veces que las semejanzas entre padre e hijo son
alucinantes y esta vez era el caso. Padre e hijo llevaban el pelo en
punta como si recién duchados se hubieran puesto gomina; ambos
llevaban zapatillas altas de estas que estaban de moda hace años y
ropa al estilo Aida. La clínica de aspecto muy futurista (los
dentistas con seres del futuro) y cuando te dicen “la ultima puerta
a la derecha” tu lo que haces es buscar una puerta. El problema con
estos sitios tan minimalistas, es que a veces lo simple no se ve y si
te ponen una puerta que actúa como pared al más estilo Indiana
Jones y en busca del templo perdido, lo más probable es que si eres
nuevo en ese templo, no la encuentres.
Me porté como un auténtico campeón
(no es que lo dijera nadie, lo digo yo que fue el que sintió el
trabajo) viendo como la chica me trabajaba la boca con esa lijadora
dental y veía como las partículas de agua y hueso le saltaban en
las gafas. Todo iba bien hasta que a solo dos o tres dientes de
acabar la boca, la enfermera me pidió que juntara los dientes, no
podía. Para mi sorpresa y para aún más la suya, mi mandíbula se
había salido de su sitio. La enfermera aterrorizada llamó al doctor
quien también un poco nervioso por la situación intentó hacer
fuerza. Cuando empezó hacer fuerza se me vino solo una escena a la
cabeza: la escena de Perdidos en la que Kate y Juliet con encadenadas
juntas y durante una pelea entre ellas a Juliet se el disloca el
brazo, entonces Juliet le pide a Kate que tire del brazo y esta
empieza a llorar y le dice que no puede hacerlo, Kate le suplica que
lo haga y le grita que lo haga. Vale, volvamos al dentista. Yo sin
poder cerrar la boca y un doctor asustado por no ser capaz de
arreglarme la mandíbula, yo le decía “Esto es como en las
películas cuando a uno se le disloca el brazo y le pide al otro que
le tire del brazo para ponerlo en su sitio no?” y el doctor medio
asustado me dice “Sí, más o menos”. Empujó más y yo le llamó
cabrón y entonces entró en el papel otra doctora y empujó de dos
sitios a la vez y me colocó la mandíbula en su sitio. Todo acabó
allí y yo quedé como un campeón.
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