Este post
viene con retraso. Debería haberlo escrito ayer y sin embargo, aquí estoy a las
22:13 empezando a tirar del hilo que me sale de la oreja derecha. Mi madre me
ha propuesto tortilla para cenar pero hoy no me sentía demasiado “huevo” y he
optado por comer un poquito de rico jamón serrano cortado como si de papel de
fumar se tratara.
Ya que
hablamos de comida, ayer tuve que comer solo. De hecho, como solo prácticamente
todas las semanas pero ayer fue un día particular. Generalmente agradezco
muchísimo el tener compañía en la tétrica sala de microondas. Para empezar, la
sala de microondas cada vez va perdiendo más la función que le da nombre su
nombre. De cuatro microondas, ya solo funcionan dos y llegar a las 13:30 a la
cola es una tragedia.
Sin embargo,
yo no agradezco toda clase de compañía. Me gusta conversar siempre y cuando sea
un tema que domine y pueda aportar algo. No me gusta la gente que comienza a
escupir palabras como si no hubiera mañana y sobre todo en aquellos casos en
los que no ven que estas siendo una tortura para la otra persona. Este es el
caso de un antiguo compañero de clase que conocí en primero de carrera. Yo le
llamo para mis adentros “El Brasas”.
El Brasas es
un tipo peculiar. Casi siempre va en solitario, lleva la mochila colgada del
hombro con un estilo rechulon y una
mirada casi tan seductora como la de Miguel Bosé. A veces he pensado que va
solo a la espera de encontrar a alguien a quien darle la brasa. A mí una vez me
enganchó y desde entonces, como hice ayer, me he cuidado que no vuelva a hacerlo.
Aquella primera que me pilló desprevenido de camino al metro y empezó a hablarme
sobre La que se avecina y a imitarme
a Antonio Recio. Aquel comienzo fue gracioso, pero dejó de ser gracioso en el
momento en el que se cruzó una morena de piernas de infarto y El Brasas se puso
de color verde, naranja y lila al mismo tiempo. El Brasas se instaló en el espíritu
de Antonio Recio y comenzó a hablarme de sexo como si volver a ser virgen dependiera
de sus palabras. Me hablaba de la morena de la octava fila; de la rubia con
reflejos castaños de la primera fila; de los pechotes a punto de reventar de la
chica con cara de cuadro de la sexta fila. Yo iba asintiendo y pensaba en qué
debían pensar los pasajeros del alrededor.
Ayer salía de
mi refugio de entre horas: el aula de informática. Como quien ve un lince pasar
sin que este se diera cuenta, yo vi pasar al Brasas en mi camino a la sala sin
microondas. Esperé unos segundos a conseguir unos metros de separación y entonces
emprendí mi camuflaje. Como toda persona que busca conversar con el primero al
que le suene su cara, el Brasas andaba a medio metro por segundo. Avanzaba
lentamente como si contara las baldosas del suelo. Los otros estudiantes nos
adelantaban y yo seguí a escasos 6 metros detrás suyo su lento andar.
Casi al final
del camino, hizo amago de girarse pero saludó a alguien por la izquierda. Fue
en ese momento cuando aproveché para escaparme y huir hacia ya larga cola para
calentarme el tupper.
Comer solo se
ha convertido en una rutina para mí. Siempre visualizo a través de la ventana
aquellas mesas vacías o con individuos como yo que comen solo y hacen ver que hacen
algún tipo de actividad interesante para disimular el hecho de estar comiendo
solo.
Hoy una
Erasmus me ha dicho que no debería calentar pescado en el microondas porque
entonces se vuelve radiactivo. Opino que sus tonterías eran más radioactivas
que mi rica merluza.
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