martes, 14 de octubre de 2014

El Brasas

Este post viene con retraso. Debería haberlo escrito ayer y sin embargo, aquí estoy a las 22:13 empezando a tirar del hilo que me sale de la oreja derecha. Mi madre me ha propuesto tortilla para cenar pero hoy no me sentía demasiado “huevo” y he optado por comer un poquito de rico jamón serrano cortado como si de papel de fumar se tratara.
Ya que hablamos de comida, ayer tuve que comer solo. De hecho, como solo prácticamente todas las semanas pero ayer fue un día particular. Generalmente agradezco muchísimo el tener compañía en la tétrica sala de microondas. Para empezar, la sala de microondas cada vez va perdiendo más la función que le da nombre su nombre. De cuatro microondas, ya solo funcionan dos y llegar a las 13:30 a la cola es una tragedia.  

Sin embargo, yo no agradezco toda clase de compañía. Me gusta conversar siempre y cuando sea un tema que domine y pueda aportar algo. No me gusta la gente que comienza a escupir palabras como si no hubiera mañana y sobre todo en aquellos casos en los que no ven que estas siendo una tortura para la otra persona. Este es el caso de un antiguo compañero de clase que conocí en primero de carrera. Yo le llamo para mis adentros “El Brasas”.


El Brasas es un tipo peculiar. Casi siempre va en solitario, lleva la mochila colgada del hombro con un estilo rechulon y una mirada casi tan seductora como la de Miguel Bosé. A veces he pensado que va solo a la espera de encontrar a alguien a quien darle la brasa. A mí una vez me enganchó y desde entonces, como hice ayer, me he cuidado que no vuelva a hacerlo. Aquella primera que me pilló desprevenido de camino al metro y empezó a hablarme sobre La que se avecina y a imitarme a Antonio Recio. Aquel comienzo fue gracioso, pero dejó de ser gracioso en el momento en el que se cruzó una morena de piernas de infarto y El Brasas se puso de color verde, naranja y lila al mismo tiempo. El Brasas se instaló en el espíritu de Antonio Recio y comenzó a hablarme de sexo como si volver a ser virgen dependiera de sus palabras. Me hablaba de la morena de la octava fila; de la rubia con reflejos castaños de la primera fila; de los pechotes a punto de reventar de la chica con cara de cuadro de la sexta fila. Yo iba asintiendo y pensaba en qué debían pensar los pasajeros del alrededor.

Ayer salía de mi refugio de entre horas: el aula de informática. Como quien ve un lince pasar sin que este se diera cuenta, yo vi pasar al Brasas en mi camino a la sala sin microondas. Esperé unos segundos a conseguir unos metros de separación y entonces emprendí mi camuflaje. Como toda persona que busca conversar con el primero al que le suene su cara, el Brasas andaba a medio metro por segundo. Avanzaba lentamente como si contara las baldosas del suelo. Los otros estudiantes nos adelantaban y yo seguí a escasos 6 metros detrás suyo su lento andar.

Casi al final del camino, hizo amago de girarse pero saludó a alguien por la izquierda. Fue en ese momento cuando aproveché para escaparme y huir hacia ya larga cola para calentarme el tupper.

Comer solo se ha convertido en una rutina para mí. Siempre visualizo a través de la ventana aquellas mesas vacías o con individuos como yo que comen solo y hacen ver que hacen algún tipo de actividad interesante para disimular el hecho de estar comiendo solo.


Hoy una Erasmus me ha dicho que no debería calentar pescado en el microondas porque entonces se vuelve radiactivo. Opino que sus tonterías eran más radioactivas que mi rica merluza. 

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