Chicos, no se
lo digáis a nadie pero estoy en una operación encubierta. He accedido a los
archivos secretos de las Vascongadas. Ahora mismo estoy en la biblioteca de
Deusto. Se supone que he de dedicar el tiempo que Sara está en clase para
atender mis tareas académicas. La operación ha sido planeada con todo tipo de
detalle gracias a nuestro topo en el interior (Sara) quien me ha indicado los pasos
a seguir: Cruza la puerta y gira a la derecha donde encontrarás otras puerta.
Aquí viene lo complicado, desliza la tarjeta personal e intransferible del topo
a través del lector y si nadie ha dado la voz de alarma, estarás dentro.
Continua recto hacia unas escaleras con las que accederás a la siguiente
planta. Gira a la izquierda y finalmente llegarás a una inmensa sala donde
reina paz y tranquilidad. El tomate está en el plato.
Ahora mismo
me encuentro en la inmensa sala donde combinan el blanco con la paz y la
tranquilidad del espacio. Desde luego la biblioteca está más cerca de parecerse
a la biblioteca de la UCC que al bodrio enterrado en hormigón que tiene la
Facultad de Economía y Empresa de la UB. Por un lado tengo vistas al Nervión y
por otra al Guggenheim. Estoy rodeado de unos cuantos vascos que como yo, están
estudiando o eso intentan hacer ver. He decidido arriesgar mi operación con
fines culturales y escribir parte de lo que no pude escribir ayer después de un
largo e intenso día.
En un día
festivo como lo era ayer en Barcelona, el señor (a ser yo) se levantó a las
cinco de la mañana para poder llegar a la hora en su cita con el Alvia 00434
con destino Irún/Bilbao. Recordé mi grata experiencia en mí anterior viaje en el
coche número dos dentro de la clase preferente. Aprovechando mi billete Promo+,
pude volver seleccionar un asiento de ventanilla en el mismo coche pero sin
disfrutar de las ventajas de un preferente pero con un mayor espacio para las
piernas. Acabo de encontrar en El Mundo un debate sobre la entrepierna de los
famosos: calcetín o realidad. Ya lo comentaremos más adelante.
Cada vez que
viajo solo, siento una profunda debilidad por el público anciano. Especialmente
si viajan solos. Ayer el estándar de torpeza estaba realmente alto. Se vivieron
momentos de nbaervios cuando al bajar la escalera mecánica que accede a las vías
una y dos, una señora mayor la cual estaba gorda (no diré rellenita porque mentiría)
cayó de culo antes de llegar al final de estás. El impacto fue brutal. Se
comenzó a formar un tapón de maletas, viejecitos, gente intentando levantar el
paquete. Yo contemplaba la escena desde lo alto de la escalera y a medida que
iba llegando al final de las escaleras notaba como la tensión y el pánico iban
incrementando su nivel. El hombre que se encontraba delante de mí llegó a
lanzar su equipaje por uno de los laterales de la escalera. Llegué, con mi increíble
fuerza, agarré del enorme culo a la mujer y entre otras tres personas,
conseguimos levantarla.
Como si la
cosa no hubiera ido conmigo, continué mi marcha hacia el coche número dos y en
mi camino me encontré con una amable anciana que me preguntaba por el coche
número tres. Aún con los niveles de orgullo y grandeza por encima de la media
le dije “¡Yo voy al coche dos señora, puede seguirme si quiere, están en la
misma dirección!” (salvemos al mundo!).
Para este
viaje, mis familia viajera acompañante estaría compuesta por: cuatro americanos
con destino Logroño; un señor que jugaba al Candy Crush en su Galaxy Tab; un
hombre sospechosamente parecido al tío de Sara y otros pasajeros a los que no logré
verles la cara.
Cuando ya llevábamos
una hora y media de viaje y contemplaba de nuevo la desolación lunar del
desierto de Monegros, caí en la cuenta de que había olvidado el bocadillo de queso
en la nevera de casa. Se me vino el mundo encima. Pensé en aquella chapata de
queso de cabra semicurado con aceite de oliva y entonces empezaron a rugir las
hienas de mi estómago. Guardé la calma y entregué mis esperanzas en que el
carrito de restauración apareciera pronto. Me daba una pereza enorme tener que
ir al vagón restaurante porque a) tendría que hacer levantar de su asiento al
falso tío de Sara y b) ¿Por qué tenía que ir al vagón restaurante si él vendría
a mí?
Al salir de
Zaragoza, lo único que había pasado por aquel pasillo, era el mismo azafato de
nariz inflada y gafas repartiendo los auriculares de RENFE. Estuve
especialmente atento cada vez que se abría la puerta del vagón u oía el abrir
de alguna de las puertas metálicas donde almacenaba la comida. Al final llegó,
ahí venía, cuesta arriba con el carrito de restauración. Un triste donut con un
triste café con leche. Decidí llamarle snack porque en mi vocabulario, le
definición de desayuno englobaba muchos más alimentos que únicamente café y
bollería industrial. Aunque el falso desayuno fuera más deprimente que el
desayuno incluido en un hostel barato de Londres, mi cuerpo reaccionó enseguida
a la ingesta de glucosa y café del malo. No, no me cagué de patas para abajo
pero si me abrió los ojos y me permitió seguir leyendo.
En Tudela de
Navarra, todo iba sobre ruedas (literalmente). Los americanos estaban en paz
mientras cada uno de ellos gozaba con su Ipad en silencio. Uno de ellos veía
House of Cards. Kevin Spacey se trincaba una botella de whisky con sus
amiguetes. Yo babeaba detrás suyo. A mi izquierda, el tío de Sara había sido
sustituido por una mujer bien conservada con apariencia de cuarenta y pocos.
Su base de maquillaje, su Blackberry y su vestimenta mezclando un estilo
elegante pero desenfadado rebeló al 95% de confianza que dirigía algún negocio.
Un segundo anciano pidió mi ayuda de forma indirecta para subirle el equipaje a
las repisas superiores.
Que el cielo
cambiara de azul luminoso a gris nublado; que el paisaje se volviera más
arbolado y escarpado; que las K’s comenzaran a inundar los letreros. Todo eso acompañado
de un Ongi Etorri Bilbao y de una chica de piel clara, negra cabellera, delgada
silueta enfundada en una chupa de cuero negra y unas botas marrones, me
hicieron saber que estaba de vuelta en Bilbao.
Ya he tenido
que enfrentarme a las dos primeras comilonas y he sido expuesto de nuevo como
una mascota: “Es catalán”. Ahora he de atender asuntos importantes.
A propósito,
como me temía, el aire acondicionado de RENFE ha acabado de incubarme un
resfriado que sin lugar a dudas alcanzará su punto álgido entre el sábado y el
domingo. Hasta entonces, seguiremos informando.
Agur gente
del sur.
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