Ana odiaba el verano por muchas razones. Para ella el verano representaba el inicio de la temporada de verano con los turistas en el hotel
que ella misma llamaba ''su mansión". Ana trabajaba en un hotel de tres
estrellas cómo gobernanta y tenía a cargo a varios empleados. Como muchos otros
compañeros suyos que ahora eran jefes de recepción o maîtres, Ana había
comenzado con 20 años en ese hotel cuando recién había abierto. Había llegado a
ese hotel a razón de haber estado los dos años anteriores trabajando como friegaplatos
en un hotel de la misma cadena en una localidad cercana a la que residía actualmente.
Cuando tenía 19 años a Ana se le ocurrió apuntarse a un curso de inglés
subvencionado por el ayuntamiento y entró como ayudante de recepción. Hacía lo
mismo que una recepcionista pero cobraba un 25% menos.
A su marido Andrés, se lo presentó Purificación (la Puri
para los amigos) en una sala de fiestas para turistas. Su marido trabajaba en
el equipo de mantenimiento de una fábrica textil en la misma localidad. Se
fueron a vivir a unos nuevos apartamentos frente a la estación de tren. A Ana le gustaba mucho ese apartamento. Tenía mucha luz y cocina americana. Sin
embargo era bastante pequeño para poder criar a una familia, una de las grandes
ambiciones de Ana.
Aun así, criar una familia no era la única ambición que
había tenido. Poder estudiar medicina o enfermería había sido siempre su gran
sueño. Antes de que internet llegara a las casas, Ana consultaba frecuentemente
una enciclopedia de medicina familiar que había adquirido a fascículos durante
el año pasado. Sus amigas la llamaban entre risas la “doctora muerte”. Sin
embargo el matrimonio y la necesidad de pagar el apartamento, la obligaron a
posponer el inicio de estudios superiores y dar mayor prioridad a incrementar
los ingresos domésticos. En los inicios de su matrimonio con Andrés, Ana era
una “friki” de los cursos por fascículos. Fue así como consiguió un ascenso
como recepcionista. Ana estuvo encallada en el quinto fascículo a causa de lo
atareados que eran sus días desde el nacimiento de su primera hija Berta, pero
finalmente, Ana acabo el curso.
Al cumplir los 25, Ana y el resto de su familia tuvieron que
mudarse a un piso nuevo de protección oficial para poder acoger a Miguel, el
segundo hijo. Ana deseaba tener un tercer hijo pero la poca convicción de
Andrés hizo darle una tregua y probar unos años más tarde.
Ahora con 36 años y dos hijos, todas sus aspiraciones por
abandonar el trabajo de verano se habían esfumado y se veía más que nunca
anclada a aquel puesto. Aunque no le disgustaba del todo aquel hotel, deseaba
poder irse de vacaciones en una época que no fueran los meses de otoño e invierno. El destino preferido para ella y su marido eran las Canarias porque no
se la jugaban con el clima. Sin embargo, en ese hotel había conseguido labrarse
una carrera y pese a tener un jefe tozudo, ella estaba orgullosa de su trabajo y
era respetada en la plantilla. Su amiga Puri, tenía que aguantar las
innumerables críticas que hacía Ana hacia el trabajo y ella le había
recomendado buscar un nuevo trabajo. No era fácil, el sueldo y la posición que
ya había conseguido eran difíciles de igualar. Por el contrario, Ana también
tenía que aguantar las críticas de Puri hacia su “amiga”
Amparo (la vecina de Ana) quien decía Puri que era una ordinaria.
Ana tenía pocas amigas. No mantenía el contacto con ninguna
amiga del colegio y los únicos amigos que podía tener, eran aquellos del
trabajo con los que hacía cenas y comidas un par de veces o tres al año. A Ana
tampoco le gustaba demasiado salir. Prefería relajarse en el sofá durante sus
días de fiesta y leer o ver la película del domingo en Multicine. Esas
películas siempre iban sobre matrimonios extraños, como el suyo.
Con los años, Ana y su marido se habían distanciado. No
habían tenido el tercer hijo que ella buscaba, aunque ella siempre se lo echase
en cara a Andrés durante el aniversario de boda y el callara como una monja.
Ana pensaba que había perdido todo el atractivo que podía haber tenido cuando
tenía veinte años. Los dos embarazos y las recetas de Arguiñano que durante varios
domingos estuvo copiando, le habían pasado factura. Ana fue
consciente de ello y decidió apuntarse a yoga y andar tres veces a la semana.
Finalmente bajó el ritmo cuando su madre Luisa le dijo que había perdido
suficientes kilos. Fueron los cincuenta euros mensuales mejor invertidos hasta
el momento (a parte de la Thermomix que se compró unas navidades).
El punto de cruz, las revista Cosas de casa (su marido se quejaba siempre del número de revistas que se amontonaban en el revistero), la cocina e Internet, eran sus últimas aficiones. Podía presumir de ser una mujer culta y leía el periódico antes de acostarse. Aun así Ana arrastraba ese remordimiento por no haber seguido adelante con sus ambiciones. Ahora que se veía extraña delante de Andrés, ella buscaba progresar por su cuenta. Sus dos hijos se hacían mayores y cada año tenía menos dominio sobre ellos.
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